Por las afueras de Hanoi

Eran aproximadamente las nueve de la mañana, de nuestro primer día en Hanoi, cuando decidimos viajar en un autobús cualquiera, para ver algo más de la ciudad. La elección fue completamente al azar y la consigna era tomar lo primero que pasara. Por suerte, los sistemas de colectivos urbanos no son complicados en la capital de Vietnam,  así que -sin demasiadas historias, peleas, gritos o desesperación- pudimos sacar un pasaje y subir.

En el primer bus, hicimos una ruta bastante corta. Nos bajamos en la parada que indicaba el fin del recorrido y ahí intentamos tomar otro. Descartamos los primeros, porque venían demasiado llenos, hasta que llegó uno medianamente vacío. Creo que su número de línea era 18 o 20.

El bus dio un paseo largo por la ciudad, hasta llegar a las zonas suburbanas. Pasamos por los mercados de frutas, verduras y carnes (como quien no quiere la cosa, voy a mencionar que había tres perritos sin cuero colgados de un gancho); por negocios de todo tipo y por el barrio de las mueblerías (me llamó la atención ver varias juntas, con muebles tallados con numerosos detalles y con los carpinteros dándoles el toque final).

También atravesamos aquellos lugares donde el camino se llena de baches y lagunitas, y al colectivo le cuesta pasar (aunque nada, en comparación con las inundaciones de Buenos Aires).

En un momento del viaje, vimos como los pasajeros se dieron vuelta -en efecto dominó- hacia un lugar, mientras estiraban y doblaban sus cuellos para que sus ojos llegaran hacia un punto indefinido. El conductor y su ayudante no quisieron quedarse afuera y también se distrajeron. ¡Mirá!, exclamaban todos en vietnamita. Como pudimos entenderlos perfectamente, nos dimos vuelta y nos encontramos con la siguiente procesión.

Cada peregrino llevaba una flor de loto, pero era difícil saber dónde se dirigían. La procesión parecía no tener ningún líder, aunque si alguien que lo apantallaba.

De repente -como si nada-, una figura emergió de detrás del guardarrail. Se levantó por un momento y se agachó nuevamente, como si fuera a besar el asfalto.

Mientras tratábamos de sacar fotos y entender que estaba pasando, los curiosos se detenían -a los dos lados de la ruta-, para enterarse de los acontecimientos.

Finalmente, llegamos a destino. Un lugar raro, con una laguna, casas, cultivos, una edificación de estilo ruso (que nunca supimos lo que era), un chofer tratando de decirnos de todas las maneras posibles que ese era el final del recorrido y nosotros tratando de decirle que volvíamos para el centro porque sólo estábamos paseando. Cara de resignación y risas del chofer (que por suerte volvía al centro y no nos dejó en los límites de Hanoi) y una vuelta por otro camino, bastante similar al primero.