Llegar de noche a Phnom Penh, capital de Camboya
Llegar de noche a Phnom Penh: la confusión
Oscuridad, caos, ruido, basura por todas partes. Una estación de autobús llena de tuk-tuks que quieren llevar a los turistas. Cinco dólares por persona. El precio no es negociable. Nos juntamos con una belga que conocimos en Las 4000 Islas y con otra chica de Taiwan. La belga está enojada, intenta regatear pero es imposible. También es difícil salir caminando a buscar otros transportes: no sabemos bien dónde estamos. Subimos al tuk-tuk y vemos como los micros quedan atrás.
Llegar de noche a Phnom Penh: discusiones
Vamos más tranquilos en el tuk-tuk, aunque sospechamos que el precio es algo caro. Conversamos un rato y miramos la ciudad. Parece más tranquila. Las chicas no tienen hotel, nosotros ya tenemos un alojamiento reservado por internet. El conductor ofrece hoteles. Nos lleva a un hostel. A la taiwanesa no le convence, es caro. Piden otro. Vamos a otro. Las chicas bajan. La taiwanesa se queda. La belga no. Intentan llevarla a otro hostel, pero ella quiere un hotel. Se enoja con el conductor. Discute. Firme, como un toro, le ordena que quiere un hotel. NO importa el precio. LLegamos al lugar que habíamos reservado, pero no tenemos reservas. Es otro hotel con el mismo nombre. La belga se queda allí. El conductor trata de convercela e ir a otro lugar. Ella baja y dice GRACIAS.
Vamos a nuestro hotel. Está a trescientos metros. Pasamos por la costanera. Es amplia y de noche se ve linda. Phnom Pehn parece, desde ahí, una ciudad nueva, recién construida.
Llegar de noche a Phnom Penh: la calma
Todo está más tranquilo ahora, después de haber dejado las cosas en el hotel. Tenemos hambre y aunque son las diez de la noche, muchos restaurantes están todavía abiertos. Hay lugares donde venden algún tipo de asado y están llenos, sospechamos que la comida debe ser buena. Hay otros más pequeños, donde se ven turistas. Por fin, veo, en la vereda, un señor que hace «la mien» (tallarines elásticos) y eso me recuerda a China. Decidimos entrar porque extraño los «la mien». Adentro, los precios son razonables y además venden algo de comida occidental. Casi somos los últimos. Al final, nos quedamos hablando con el dueño. Nos cuenta que de día maneja un taxi y que de noche trabaja el restaurant con su familia. Nos cuenta también que a veces trabaja como voluntario en una escuela y que muchas cosas las hacen a pulmón. Nos vamos y sólo queda un cliente, que parece un parroquiano habitual. Afuera, todo se ve más tranquilo. Hace calor. No nos queda ninguna foto de esa noche.