Bangkok… en barcotour
Un día cualquiera en Bangkok. Hace calor. Caminamos. Pasamos por un mercado. Pasamos por tiendas. Pasamos por cada lugar donde se puede pasar en una ciudad. ¿Y ahora?
¿Y si nos tomamos un barquito?
¿Dónde, dónde?, nos pregunta en tailandés la señora que vende los pasajes. Derecho, señalo con mi dedo, porque no tengo la menor idea a donde vamos. Para allá, para allá, le digo en inglés, después paso al castellano, después al chino (no sé cómo ahora me sale). La señora insiste, yo vuelvo a señalar un destino imaginario: no sé donde nos lleva esa lancha. Nos cobra algo y nos da unos ticketes verdes chiquitos. Nos sentamos. Comienza todo….
El agua nos da un respiro. Nos olvidamos pronto del calor de la ciudad y volvemos a la primavera. El barco se vacía pronto y creemos que nuestro viajecito termina. Pero no, recién empieza. Sólo hay recambio de pasajeros y sube más gente.
Los barcos, los canales, las rías son un mundo, con una cultura críptica para los de afuera. Hay códigos, hay palabras, hay gestos que se repiten, hay mímicas. Las lanchas pasan y se saludan, yo también me sumo al ritual y saludo a todos. El turista está loco, deben pensar, pero a nadie le importa. Somos dos viajeros más, camuflados en la rutina de una ciudad que recién conocemos.
A medida que la lancha continua su trayecto, se ven menos edificios y más casas bajas. Además, las paradas están más alejadas entre sí y ya casi no suben más personas. Los navegantes de babor y estribor parecen más tranquilos y han abandonado sus puestos: ahora están sentados y conversan entre ellos.
De repente, alguien en un altavoz interrumpe el silencio de los motores. Me doy cuenta de que hay una mezquita (tal vez está llamando a rezar) y de nos acompañan pasajeras musulmanas. Están vestidas de colores y sólo llevan un pañuelo en la cabeza que me permite reconocerlas como de esa religión. Descienden allí mismo. Por un momento me tiento a seguirlas, aunque prefiero permanecer en el barco.
Pasamos varias paradas más. Decidimos bajar cuando casi todos lo hacen y nos adentramos en territorio desconocido. Atravesamos una puerta y nos espera un lugar bastante feo que parece un estacionamiento. Creo, por un momento y no sé por qué, que estamos bajo un estadio de fútbol. Nada. Acompañamos a la multitud, y de repente, estamos en el centro de un mercado de comidas.
No es un mercado cualquiera, algunos platos son caros, los cocineros tienen uniformes, pero buscando un poco encontramos un puestito con precios razonables. La comida está riquísima, pero es medio escasa (ahora entiendo que lo barato sale caro), aunque suficiente para esa cena de las seis de la tarde
Recorremos el lugar. Cruzamos algún tipo de puerta y del otro lado nos espera un shopping. Grande. Enorme. Caigo en la cuenta de que habíamos estado en un patio de comidas (y por eso los precios excesivos). Adentro es todo lujo y hasta hay una cascada artificial que cae desde el tercer piso. Abajo, una especie de lago o río con peces exóticos y excéntricos. Los miros. Bichos raros, pero como buena reportera que soy no anoto sus nombres. Los chicos los persiguen y se asombran. Los peces, serios. Les quiero sacar una foto, pero me doy cuenta de que no tengo más batería. Quedarán en mi imaginación para siempre.